domingo, 7 de diciembre de 2008

Estados Unidos: racismo e ideología imperial***


Rafael Rodríguez Cruz/Especial para En Rojo

Horda es y no nación aquel pueblo que no
halle su principal prosperidad y contento mejor
en las cosas del espíritu.
José Martí

Mi hermana Teresa tendría algunos seis años de edad cuando sufrió su primera experiencia con la violencia racial en Estados Unidos. La década de los cincuenta del siglo XX llegaba a su fin, y mi familia, por una locura absoluta del destino, vivía en Carolina del Sur en la época de la segregación racial. Aunque la base militar de Estados Unidos a la cual había sido asignado mi padre no exhibía formalmente todas y cada una de las restricciones raciales imperantes en el sur estadounidense, la vida social, incluso la de los niños y niñas, estaba dominada por la ideología discriminatoria. A mi hermana, que es de tez oscura, se le ocurrió un día ir a un parque de recreo cercano a la escuelita elemental de la base y un grupo de niños blancos la amenazó con entrarle a golpes si no se marchaba. Fue así que mi madre, una guayamesa hija de un negro de Cimarrona y de una blanca del Pueblito del Carmen, eliminó de nuestra rutina infantil, por cuestiones de seguridad, las visitas a los parques de Columbia, Carolina del Sur. Las historias de personas minoritarias hostigadas en los sitios públicos eran tema de sobremesa. Pocos años después, mi familia afortunadamente regresó a Guayama, Puerto Rico. Mi hermana me recordó el asunto hará algunas dos semanas.

A partir de la elección de Barack Obama a la presidencia de Estados Unidos, se ha generado un debate muy intenso en torno al tema del racismo en ese país. El diario Wall Street Journal, por ejemplo, proclamó enseguida el fin de la opresión racial en la sociedad estadounidense. En una entrevista con Jon Stewart, el ahora cronista de televisión Tom Brokaw señaló que la elección de una persona de ascendencia africana a la presidencia de una gran nación sólo era concebible en ese país del norte y no en ningún otro, como si esto no hubiera ocurrido ya en distintos lugares del planeta. Muchos analistas de izquierda, sin embargo, preocupados con la superficialidad con que los medios de comunicación comerciales tratan el tema, han hecho un llamado a atemperar cualquier celebración del supuesto fin del racismo en la política estadounidense [Ver: Shahid, Alam, M. Obama and the Politics of Race and Religion. Counterpunch. 20/11/08]. Dado que el tema del racismo en Estados Unidos ha tocado de forma cercana a mi familia, me parece apropiado darle una atención especial. Dos interrogantes sobresalen en la controversia: ¿Representa la elección de Obama el fin del racismo en la política estadounidense? ¿Es posible superar el racismo en ese país sin romper con la ideología de prepotencia imperial?

La respuesta a la primera pregunta es parcialmente afirmativa. No hay que detenerse mucho en lo obvio: la elección de un presidente de ascendencia negra en Estados Unidos no es poca cosa. (Cabe señalar, de paso, que tampoco sería poca cosa la elección de un gobernador afropuertorriqueño en nuestra isla.). Pero, como señala David Roediger, autor de How Race Survived U.S. History, el vencimiento del racismo en Estados Unidos requeriría, además de una profunda revolución cultural, de medidas directas y específicas para eliminar las desigualdades raciales. Propuestas de este tipo estuvieron ausentes no sólo del programa del Partido Demócrata, sino de la campaña de Obama. Siendo justos, hay que admitir que el mensaje de aceptación de su derrota, pronunciado por McCain, trató el tema de la desigualdad racial en Estados Unidos con más pudor que el discurso de Obama. En ese país, que se alardea hoy exageradamente de la elección de un negro a la presidencia, el ingreso promedio de una familia blanca es 9 veces mayor que el de una familia negra. Tres de cada diez niños negros y latinos viven en condiciones de pobreza extrema. Si Obama hubiese postulado la crítica de estas injusticias como contenido central de su discurso, nunca habría llegado a la presidencia.

La respuesta a la segunda pregunta, relativa a la superación de la ideología de cultura imperial, es absolutamente negativa. Mucho se habla de que, para superar la crisis actual, Obama debe retomar los principios de una época pasada del capitalismo estadounidense en que no dominaba, como hoy, el sector militar-industrial, sino una economía civil. Su programa sería el de un Nuevo Trato renovado, orientado a un capitalismo moderno y ajustado a las necesidades de la población [Ver: Jones William P. A New New Deal. Revista The Nation, 14 de noviembre de 2008]. Hay quienes sugieren, incluso, que Obama debe impulsar una burbuja especulativa que tenga como fundamento la expansión de capitales ligados a la protección del ambiente y la creación de nuevos empleos en el área de la tecnología de energía limpia. Eso supuestamente desvincularía al capitalismo estadounidense de la necesidad de exportar capitales para la producción de materias primas baratas. Se acabarían así el imperialismo y las guerras. Sólo sobrevivirían los aspectos positivos de una especulación capitalista, ahora supuestamente ambientalista y socialmente progresista.

La persona que tenga dudas al respecto de la imposibilidad de repetir una etapa “no- imperialista” del capitalismo, haría bien en revisar la crítica que Lenin hiciera de las teorías de Kautsky acerca de las tareas de los socialistas frente a las aventuras militaristas de los poderes imperiales en 1914. La creencia de Kautsky en torno a la posibilidad de reformar el capitalismo de principios del siglo XX o sea, de que la historia podía dar marcha atrás para escapar a la intensificación de las contradicciones inherentes al modo de producción capitalista fue la base teórica fundamental que llevó a que la socialdemocracia europea apoyara los esfuerzos militares imperialistas de sus respectivos países. El resultado fue la muerte de diez millones de combatientes y diez millones de civiles en una de las carnicerías más terribles de la historia de la humanidad. Por eso, la cuestión relativa a si es posible reformar al capitalismo moderno en un sistema sin guerras imperiales es, como dijera Lenin, la pregunta clave de la crítica revolucionaria del imperialismo. La verdad es que para reestructurar los patrones de acumulación del capital en Estados Unidos, o sea para superar la crisis, Obama tendrá que favorecer lo mismo que han promovido otros tantos presidentes antes que él, incluso Bush: una mayor y más agresiva intrusión en los países en desarrollo y un saqueo más rapaz y descarado de los recursos humanos y naturales de otro pueblos, incluyendo, por supuesto a África.

Por otro lado, es importante rechazar toda visión estrecha del racismo en Estados Unidos, como si fuera algo que no rebasa los límites de su territorio. La ideología racista en ese país, como en todo imperio, nació orgánicamente vinculada a sus aspiraciones de prepotencia mundial. La cultura racista y la ideología imperial son hermanas de padre y madre: nacieron del mismo tronco y llevan en sus venas la misma sangre. En el corazón mismo de la falsa ideología de Estados Unidos como una nación alegadamente superior a otras naciones, está la creencia en la superioridad de la raza anglosajona sobre las minorías raciales. Ningún caso ilustra esto mejor que la experiencia colonial de Puerto Rico, a pesar de los empeños de los sectores anexionistas de la Isla en presentarse depurados de nuestros rasgos culturales y raciales. En la articulación específica del coloniaje en nuestro país, señaló Albizu Campos, jugó y juega todavía un papel importantísimo la cuestión racial. La metodología de dominación cultural en Puerto Rico no es distinta a la que el imperialismo impulsa en otros lugares del Tercer Mundo a través de sus misioneros fundamentalistas y la degradación de los valores comunitarios no comerciales.

Llegado a un punto, cuando la sobrevivencia del imperio esté en entredicho, Obama se verá obligado a considerar muchas medidas imperiales que resultarán, por la lógica del sistema, en una mayor opresión y sufrimiento para los pueblos pobres del planeta, los habitantes del llamado Tercer Mundo. Y si no lo hace, su presidencia puede caer tan rápido como ha subido. Recordemos que en 1976, Jimmy Carter, con un programa de humanizar al capitalismo estadounidense, le ganó a Gerald Ford llevándose el 50,1% de los votos. Cuatro años después, bajo el calor de una abierta campaña racista en contra de Irán y de las minorías raciales en Estados Unidos, Carter perdió frente a Ronald Reagan. Este último obtuvo el 50,7% de los votos y Carter el 41%. La euforia en torno al triunfo de Obama hace olvidar que el 4 de noviembre de este año, 58 millones de estadounidenses votaron por John McCain, bajo un programa que prometía más imperialismo, más guerras y más desigualdad social. Esa gente no se va a quedar quieta y, de hecho, ya andan reorganizándose.

De todos modos, la prueba más contundente de la sobrevivencia del racismo en Estados Unidos es la ola de incidentes de violencia racial que han acaecido desde el 4 de noviembre de 2008, incluyendo las amenazas en contra del presidente electo, la quema de iglesias e incluso varios asesinatos por odio racial. Los socialistas debemos ser los primeros en condenar este tipo de acciones, que son comunes en ese país siempre que las minorías logran alguna reivindicación. Únicamente los anexionistas del patio, en su visión alienada del mundo, permanecen ajenos a lo que pasa en el interior de Estados Unidos.

Para muchos boricuas que, como yo, nacieron y viven en Estados Unidos el tema de la independencia de Puerto Rico está indisolublemente ligado a la cuestión racial. No se trata, como decía Martí, de favorecer un punto de vista que, por antipatía de aldea, le atribuya una maldad ingénita y fatal al pueblo rubio del continente. De lo que se trata es, por el contrario, de ser objetivo, es decir, de juzgar ecuánimemente el abanico de contradicciones ideológicas, culturales y morales que siempre ha hecho de Estados Unidos bajo el mando del racismo y del culto extremo al dinero un enemigo del bienestar no sólo de sus propios habitantes pobres sino, en particular, de las minorías y pueblos oprimidos. La fealdad moral de ese país imperialista, sentenció el apóstol cubano José Martí, tiene raíces económicas y culturales muy profundas [Ver: Martí, José. El Centenario Americano. La Nación, 22 de junio de 1889]. Por eso, la llegada de Obama a la presidencia, si bien es materia de cierta satisfacción, también es fuente de una determinación redoblada para luchar por la independencia de Puerto Rico. Nuestro pensamiento independentista revolucionario tiene que mantener su independencia ideológica frente a los cantos de sirena de la burguesía liberal estadounidense y de algunos sectores de la izquierda internacional que se han intoxicado con el triunfo de Obama. La prisa de un tonto, decía Lenin, no es velocidad.

* El autor es miembro de las juntas directivas de Claridad y de la Fundación Rosenberg para Niños. Comentarios a rguayama@comcast.net

Cortesía de: Mechi y Gaby malenaab@infomed.sld.cu
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CONTRATAPA

Promesas, promesas

Por Juan Gelman
http://www.pagina12.com.ar/diario/contratapa/13-116246-2008-12-07.html


El presidente electo Barack Obama prometió varias cosas antes de serlo. Por ejemplo, terminar la guerra con Irak, que en 2002, en la Plaza Federal de Chicago, calificó de “estúpida”, “imprudente” y “basada en la pasión, no en la razón”. Fue un eje principal de su campaña y, sin duda, le ganó millones de votos. La promesa se está diluyendo: esta semana declaró: “Dije que retiraría de Irak nuestras tropas de combate en 16 meses, en el entendimiento de que podría ser necesario –probablemente necesario– mantener una fuerza residual a fin de proporcionar entrenamiento y apoyo logístico para proteger a nuestros civiles en Irak” (The New York Times, 4-12-08). “El residuo”, al parecer, no será pequeño: el ex secretario de Marina Richard Danzig –uno de los asesores de Obama en materia de seguridad– había ya declarado que sería de 30 mil a 55 mil efectivos. Algunos dicen que la cifra podría llegar a 70 mil, casi la mitad del número actual. Hay residuos así.

Pocos creen que la retirada se llevará a cabo en el lapso prometido y que el último soldado norteamericano dejará suelo iraquí el 31 de diciembre del 2011, según lo pactado con el gobierno de Bagdad. Unos 20 halcones demócratas –la mayoría de la vieja guardia clintoniana de los años ’90– dominan el equipo de seguridad y política internacional de Obama y no falta un legado significativo de W. Bush: el reconfirmado jefe del Pentágono Robert Gates, un insistente partidario de ganar la guerra en Irak como objetivo mínimo. Ahora está “menos preocupado” –dijo– por las promesas de campaña del presidente electo, dado que éste comentó que la retirada de Irak se haría de manera “responsable” y que dependerá de la opinión de los jefes militares (rawstory.com, 2-11-08). En esas condiciones, tal vez no haya sido un trabajo pesado tranquilizar a un belicista de la talla de Gates.

El senador Lindsey Graham, el almirante Nike Mullen, jefe de Estado Mayor Conjunto, y otros “halcones-gallina” republicanos elogiaron estos nombramientos de Obama (www.timesonline.co.uk, 1-12-08). No es para menos: tienen un firme bastión en Hillary Clinton, la nueva secretaria de Estado, acérrima partidaria de la invasión a Irak y Afganistán y de atacar a Irán con bombas nucleares. Se recuerda su propia confesión: “Llamé por teléfono (a su esposo presidente) y lo urgí a bombardear (Yugoslavia)” en el marco de la OTAN; los bombardeos duraron 74 días y a nadie perdonaron. Cabe señalar que la era de Bill no fue precisamente pacifista: a poco de instalarse en la Casa Blanca bombardeó Irak en 1993; logró que la ONU le impusiera a Saddam Hussein un embargo que costó la vida de medio millón de niños iraquíes; atacó a Sudán y Afganistán; desestabilizó a Haití; militarizó la ambigua lucha contra los narcotraficantes que se ha convertido en contrainsurgencia y que no ahorra vidas de civiles inocentes en América latina; apoyó la privatización de las operaciones militares norteamericanas otorgando enjundiosos contratos a la industria armamentista; autorizó la venta de armas a países como Indonesia y Turquía, utilizadas en el genocidio de kurdos y habitantes de Timor Oriental. Un record que el olvido suele abrigar.

Obama nombró jefe del staff de la Casa Blanca a Rahm Emanuel, admirador de las ejecuciones extrajudiciales israelíes, impulsor del servicio paramilitar obligatorio para todos los estadounidenses de 18 a 25 años de edad, del aumento de los efectivos de las fuerzas armadas y de la creación de un sistema de espionaje semejante al MI5 británico. Está en buena compañía: el general (R) James L. Jones, ex comandante del cuerpo de marines y amigo personal del derrotado candidato republicano John McCain, será el asesor jefe de seguridad nacional y es difícil suponer que el hecho de pertenecer al directorio de Boeing no influirá en sus decisiones. Susan Rice, la próxima embajadora de EE.UU. ante la ONU, apoya una intervención militar en Sudán por la crisis de Darfur, de preferencia con la participación de la OTAN. Etc., etc.

Barack mismo ha anunciado objetivos de guerra que poco cambian las políticas de Clinton y de ambos Bush: el incremento de la guerra en Afganistán; el eventual mantenimiento por largo rato de un número ingente de efectivos en Irak; la intervención unilateral en Pakistán; el empleo de ejércitos privados en las zonas donde combate EE.UU.; entre otras cosas. Su vice Jose Biden no es un demócrata cualquiera: como presidente del Comité de Relaciones Exteriores del Senado, sostuvo las mentiras de W. desestimando en el 2002 los testimonios de expertos que señalaban que Irak no tenía armas de destrucción masiva ni constituía una amenaza para la región “y mucho menos para EE.UU.” (www.alternet.org, 20-11-08). Rara vez un cambio se ha parecido tanto a una continuidad.