jueves, 7 de agosto de 2008

HOY 8 DE AGOSTO RECORDAMOS EL NATALICIO DEL GENERAL EMILIANO ZAPATA SALAZAR.

ESA MIRADA DE INCORRUPTIBLE...

LA FIRMA DE ZAPATA EN CARTA ENVIADA A OTILIO MONTAÑO.


"TIERRA Y LIBERTAD"

Emiliano Zapata Salazar - 1879-1919, el Caudillo del sur, fue uno de los líderes militares más importantes durante la Revolución Mexicana.

Emiliano Zapata Salazar nació en San Miguel Anenecuilco, municipio de Ayala, en el estado de Morelos, el día 8 de agosto de 1879. Fue hijo de Gabriel Zapata y de Cleofas Salazar, y formó parte de una típica familia campesina.

La familia
El general Emiliano Zapata tuvo tres hijos reconocidos: Nicolás, Diego y Mateo Emiliano.A Ana María, no la reconocen del todo.

Diego, Emiliano y Eufemio son los hijos reconocidos de Nicolás Zapata, primogénito del general, quienes hoy, en conjunto, cuentan con menos de 10 hectáreas en las que siembran caña. Se enfrentan a la “envidia de la gente” por su apellido, pero ninguno ha tenido beneficios por su linaje.
Los tres son la última generación de la familia que de algún modo han trabajado y luchado por tierra. Zapata ya no vive, y ellos, distantes, ven cómo se hacen homenajes y discursos en honor a su abuelo, como los que habrá hoy.

A 89 años del asesinato de El caudillo del sur, las injusticias en el campo son las mismas que motivaron al morelense a alzarse en armas a principios del siglo XX. Es más, Eufemio, de 60 años, ve cómo poco a poco la tierra donde su abuelo nació se va convirtiendo en área urbana y los ejidatarios se contentan con unos cuantos pesos. “Mañana no tienen ni campo ni dinero”, lamenta.

Él mismo pregunta: “¿Qué hacemos con este apellido?” Porque tanto para él como para Emiliano ha habido un “maluso” de Zapata.“Ahora resulta que todos son hijos de Zapata”, expresa Emiliano con risa desganada y coraje.


Otra versión sobre la vida y los descendientes de Zapata Salazar la encontremos con este autor, Mario Gill de 1952, apenas a 33 años de su muerte. Contiene interesantes datos sobre todo del hijo malportado Nicolás.
"Zapata no ha muerto", que se extendió por todo Morelos entre los campesinos, significando con él que el caudillo seguía viviendo en sus corazones y que su causa no había muerto con él, adquirió luego una forma más concreta: Se dijo que Zapata tuvo el presentimiento de la traición de Guajardo, que por ello no asistió a la cita en Chinameca, aquel negro día de abril de 1919, y que en su lugar acudió un joven zapatista que se le parecía extraordinariamente. La ingenua versión tuvo que ser reforzada con la supuesta afirmación de algunas de las personas que conocieron íntimamente a Zapata. Éste -dijeron- tenía en el pecho una marca parecida a una manita, y esa huella no se encontró en el cadáver.
Este sentimiento, generalizado a raíz de la muerte del líder, se fué desvaneciendo poco a poco, pero ha resurgido con vigor en los últimos tiempos. La explicación es muy sencilla: la causa zapatista cobra cada día mayor actualidad. La condición del campesino en muchas regiones de México, con sus naturales variantes, se parece mucho a la que guardaban antes de la Revolución. Dos millones de campesinos esperan todavía los beneficios de la reforma agraria. Nuevas generaciones de ejidatarios, "con derechos agrarios a salvo", pero sin tierra, arrancan a la miserable parcela del padre el sustento para una nueva familia. Al amparo de los certificados de inafectabilidad, pródigamente expedidos, surgen nuevos latilundios disfrazados de haciendas ganaderas. Las nuevas tierras abiertas al cultivo gracias a las costosas obras de irrigación, realizadas con el dinero del pueblo, son acaparadas por ese grupo cada vez más numeroso de millonarios y amigos de los amigos de los millonarios, a quienes el humor popular ha bautizado con el apodo de "agricultores nylon" porque cultivan la tierra a control remoto desde los elegantes cafés de Madero y de la avenida Juárez.
El genio diabólico de algunos políticos ha convertido al campesino mexicano en verdadero esclavo del Estado, un esclavo sometido a través de las Ligas de Comunidades Agrarias, de los comisariados ejidales -instituciones oficiales y sin independencia-, de la caprichosa actuación del Banco de Crédito Ejidal, de la CEIMSA, del control de precios y de la producción, etc. Nuevas y más refinadas formas de explotación (el ejemplo típico de esta moderna esclavitud del campesino mexicano se encuentra en Nayarit) han hecho la vida imposible en su patria a los trabajadores del campo, que -del mal el menos- han preferido la esclavitud dorada del "bracerismo" en los campos agrícolas (o de concentración) de Estados Unidos. La fuga incontenible de "espaldas mojadas" es la más dramática revelación de la crisis rural por que atraviesa el país, y del fracaso, traición o abandono de los postulados esenciales de la Revolución mexicana.

El ideal de Zapata ha reverdecido. El grito "Tierra y libertad" encuentra nuevas resonancias en los pechos campesinos. El zapatismo se actualiza. Hoy, como ayer, Anenecuilco -cuna de Emiliano Zapata y del moderno movimiento agrario mexicano- da la tónica en esta nueva cruzada campesina. El culto a Zapata se reaviva en aquel trágico pueblecillo que no llega al medio millar de habitantes. La presencia del caudillo se palpa en el acento grave de las gentes cuando hablan del jefe, del general o de Miliano, como si Zapata anduviera todavía allí, por los cerros cercanos.
Lo más trágico y paradójico en la serie de desgracias seculares de Anenecuilco es tener que luchar ahora en defensa de sus tierras y sus derechos en contra -amarga experiencia- del hijo mayor de su jefe tan querido y respetado. Nicolás Zapata, convertido por los políticos oportunistas en bandera demagógica de alquiler, niega con sus hechos a su padre, pero no ha podido escapar al sino histórico de su progenitor: incitar a su pueblo a la lucha por la tierra. Los abusos de los hacendados porfiristas prepararon el clima propicio al estallido revolucionario de 1911. Nicolás Zapata, con sus actos dignos de un cacique porfiriano, provoca hoy una reacción parecida, pero sus abusos producen un impacto más doloroso por provenir de un vástago del amado caudillo. Los atropellos de Nicolás han hecho renacer el zapatismo en los viejos pechos zapatistas.

En su magnífico libro Raíz y razón de Zapata, dice Jesús Sotelo Inclán:
"Hay pueblos, como hay hombres, cuyo destino es la tragedia. Y el destino y la tragedia del pueblo de Zapata parecen ser inexorables. Cerca de siete siglos lleva luchando por sus tierras y no logra disfrutarlas. Aún ahora [1944], cuando casi todos los pueblos de la República tienen sobre las suyas títulos definitivos, Anenecuilco lucha todavía por ellos... Sólo provisionalmente se le dieron algunas tierras, y varias veces lo han querido despojar de ellas. Claro que ya no hay hacendados que lo pretendan; pero en cambio hay generales y políticos que, haciendo valer sus "méritos" revolucionarios, se creen con derecho a ocupar las tierras de los pueblos..."
Sotelo Inclán no pudo imaginar en 1944 que uno de esos "políticos" sería el hijo mayor de Emiliano.

La tragedia de Anenecuilco
La concentración de la propiedad rural en el Estado de Morelos había llegado a su punto máximo a fines del siglo pasado. Veinte familias acaparaban toda la tierra laborable; el 60 % de la superficie total se hallaba en sus manos. Las grandes haciendas azucareras se habían desarrollado con el apoyo del porfiriato atropellando pueblos y aun destruyéndolos. Muchos de éstos habían quedado aprisionados dentro de los latifundios, y los campesinos tuvieron que convertirse en peones de sus despojadores. La industria azucarera -introducida en la Nueva España (y en el continente americano) por Hernán Cortés, quien sembró las primeras cañas en las tierras del marquesado que formarían más tarde el Estado de Morelos- se desarrolló extraordinariamente; pero los pueblos perdieron sus tierras y su libertad.

Anenecuilco constituyó el caso típico de esa situación general de Morelos y de casi toda la República al terminar el siglo XIX. Sotelo Inclán relata el calvario de Anenecuilco (pueblo antiquísimo, fundado en el siglo XIlI por los tlahuicas): se inicia con la primera conquista, la de los aztecas, en 1425; se prolonga con la segunda, consumada por los españoles en el primer tercio del siglo XVI; continúa durante los tres siglos de dominación colonial, en que órdenes religiosas y encomenderos inician el nuevo despojo de las tierras concedidas por reales cédulas, y llega a su culminación bajo el régimen porfirista.

La naciente industria azucarera requería tierras y más tierras de buena calidad para el cultivo de la caña, y había que tomarlas de donde las hubiera. Despojados los campesinos de sus tierras laborables, se refugiaron en la ganadería. Pero los hacendados necesitaban no sólo las tierras, sino también los brazos de los hombres. Algunos les arrebataron sus agostaderos; otros, para acabar con la ganadería de una vez y obligar a los indios a ingresar en los ingenios, ofrecieron comprar todo el ganado. El dueño de la hacienda de Hospital fué más allá en este empeño: se apoderó por la fuerza de todos los pastales y aun de los pequeños tlacololes, los hizo cercar, y ordenó a los campesinos desalojar todo el ganado que había en esos lugares, a sabiendas de que los indios no tenían a dónde llevar sus animales. A la vez ordenó cazar cuantas reses quedaran en sus tierras. Cuando los campesinos fueron a reclamar sus reses muertas, dió la orden de disparar sobre ellos. La hacienda de Coahuixtla no se quedó atrás en este torneo de pillajes y crímenes. En 1887 el dueño de la hacienda, don Manuel Mendoza Cortina, extendió su dominio hasta las huertas y calles de Anenecuilco, por la parte oriental. Ordenó a sus guardias blancos (llamados entonces guarda-tierras) que destruyeran todo el barrio de Olaque. Los guardias derribaron la capillita y las casas de carrizo, arrancaron los árboles frutales -mangos, aguacates, zapotes, limas- y convirtieron aquellas huertas y calles pintorescas en campos listos para el cultivo de la caña de azúcar.

Tocó a Emiliano Zapata, entonces niño de nueve años, presenciar este criminal y estúpido atropello. De aquí nació la conocida anécdota que cuenta cómo Emiliano presintió su destino histórico. Viendo a su padre llorar de rabia ante el monstruoso atropello, preguntó:

-Papá, ¿por qué llora?
-Porque nos quitan las tierras.
-Pues cuando yo sea grande, haré que las devuelvan.

El martirio de Anenecuilco no terminó con el triunfo de la Revolución. Zapata, como jefe del Ejército Libertador del Sur y Centro, reivindicó la propiedad de algunas de las tierras de su pueblo y las entregó a sus dueños. En los primeros años de la lucha el problema no preocupó mucho a los indios de Anenecuilco, porque casi todos tomaron las armas y abandonaron el pueblo para seguir al jefe. Estaban seguros de que, al triunfar, si salían con vida, regresarían a Anenecuilco y hallarían allí la tierra y la libertad por las cuales habían luchado. Pero cuando la Revolución "degeneró en gobierno" y los soldados zapatistas regresaron a sus hogares, se encontraron de nuevo sin tierras, pues no se les reconocían sus derechos y descubrieron que, para tener derecho a una parcela, debían iniciar una nueva lucha, un nuevo tipo de batalla para la que estaban menos preparados: la batalla legal de los expedientes de dotación, ampliación, restitución, posesiones provisionales, definitivas, resoluciones presidenciales, etc., etc.

Esta etapa post-revolucionaria del martirio de Anenecuilco ha sido seguramente la más amarga. Sorprende la entereza actual de esos hombres golpeados con tanta dureza por la injusticia y la adversidad, y se explica sólo como obra de esa tradición de lucha transmitida de generación en generación, a través de siete siglos. Cada hombre de Anenecuilco recibe esa herencia de lucha y la transmite, al morir, a sus hijos. Es su único patrimonio: luchar por recuperar sus tierras. Tal es el "duro e inflexible destino" de los hombres de Anenecuilco.

Ingratitud e injusticia
Seguramente ningún otro pueblo de la República ha dado tanto a la causa de la Revolución y recibido tan poco. Al establecerse el nuevo régimen y con él el gobierno revolucionario, Anenecuilco se hallaba reducido a 57 hectáreas, incluyendo en esa extensión todas las calles del pueblo. (Su población, que en 1910 era de 371 habitantes, había bajado a 296 en 1920). Lo primero que hicieron los hombres de Anenecuilco fué, naturalmente, pedir la restitución de su ejido de 500 hectáreas. El 28 de septiembre de 1920 se les desconoció este derecho, con el argumento de que "no comprobaron tener títulos sobre esas tierras". En cambio, el régimen revolucionario recomendaba el procedimiento de la "dotación provisional". El 20 de octubre de ese mismo año, el gobernador de Morelos, don José G. Parrés, entregó a los campesinos de Anenecuilco 499 hectáreas, 381 tomadas de la hacienda de Coahuixtla, y 118 de la de Hospital.

Muy duro debió ser para quienes hicieron la revolución agraria, para quienes la pagaron con sangre, tener que mendigar después en las antesalas de las oficinas públicas del gobierno revolucionario, no una compensación justísima por el apoyo prestado a la causa de la Revolución, sino simplemente el reconocimiento de un derecho indisputable y amparado por títulos primordiales, y conformarse con una dotación provisional, sujeta todavía a miles de trámites, de unas cuantas hectáreas de su propia heredad, concedidas, no como una restitución, sino como un donativo generoso. La Revolución saludaba con sombrero ajeno. Un 11 de abril (de 1923), fecha muy significativa para los hombres de Anenecuilco, setenta y cinco jefes de familia recibieron posesión definitiva de una extensión total de 700 hectáreas de tierras de riego, temporal y cerril.

Como cerca de cien campesinos no alcanzaron dotación, el pueblo inició nuevas gestiones, apoyándose en sus títulos. El 9 de mayo de 1929 presentaron nueva demanda de restitución. El acuerdo presidencial para dar posesión definitiva de un mendrugo de tierra a los indios de Anenecuilco había tardado tres años. En cambio, para resolver que "no procedía la restitución", bastaron unos cuantos meses. El 7 de noviembre de 1929 se rechazaba la demanda "por improcedente". Los viejos representantes del pueblo descuidaban su parcela para venir a la capital en viajes interminables y costosos. De nada sirvieron las copias de los documentos. Nadie se interesó jamás por estudiar a fondo la titulación original de Anenecuilco. Los ingenieros del Departamento Agrario encontraban más cómodo el procedimiento de las dotaciones o ampliaciones.

Pero Anenecuilco no se daba por vencido. Sus habitantes tenían la conciencia del derecho y la voluntad para defenderlo. El 29 de noviembre de 1934 insistieron de nuevo en la restitución de sus tierras, y otra vez fueron rechazados. Por esos días, un grupo de generales y políticos había hecho valer sus "méritos" revolucionarios y el gobierno de Abelardo L. Rodríguez los había reconocido entregándoles en compensación las tierras de Zacuaco, propiedad de Anenecuilco, que se hallaban desde hacía tiempo en poder de la Nacional Financiera, heredera de la Caja de Préstamos para Obras de Irrigación y Fomento de la Agricultura, organismo creado en las postrimerías del porfiriato y que sólo sirvió, como las famosas Deslindadoras, para despojar de sus tierras a los pueblos.

Los generales Juan Jiménez Méndez, Francisco Higuera, Miguel Z. Martínez, Guillermo Palma, Antonio León Cano, Maurilio Mejía y otros miembros del ejército, de menor graduación, formaron la Cooperativa "José María Leyva" y, con apoyo oficial y abundantes recursos, se pusieron a explotar las tierras cuya disputa había originado la revolución agraria del Sur. Lo que más hirió en este caso a los indios de Anenecuilco fué el hecho de que el organizador de ese grupo de intrusos hubiera sido Maurilio Mejía, pariente y compañero de Zapata en los primeros años de la lucha, y que conocía a maravilla los derechos del pueblo sobre esas tierras, puesto que, por defender esos mismos derechos, había empuñado las armas en 1911.

El calpuleque del pueblo era entonces "Chico" (Francisco) Franco, a quien Zapata había hecho depositario de los títulos primordiales. Al morir el caudillo, Chico Franco asumió la defensa de los derechos tradicionales. Con tan honrosa representación se opuso al grupo de generales y políticos, lo cual le valió ser perseguido con ferocidad. Tuvo que huir a las montañas y esconder en el hueco de unas rocas la documentación que le había entregado Miliano. El perseguido logró hacer llegar una carta al nuevo Presidente de la República, Lázaro Cárdenas, en la que relataba los atropellos e injusticias de que era víctima Anenecuilco. El 29 de junio de 1935 el presidente Cárdenas se presentó en el pueblo, y en un acto público y solemne expropió a los generales y entregó a sus dueños, los indios de Anenecuilco, las tierras de Zacuaco tal como se hallaban en esos momentos (en vísperas de cosecha), así como toda la maquinaria agrícola de la cooperativa. Dijo Cárdenas en esa ocasión que devolvía esas tierras como un homenaje histórico al pueblo iniciador de la revolución agraria. El gobierno indemnizó a los generales y les entregó otra hacienda en Tamaulipas.

Los viejos zapatistas entraron al fin en posesión de sus tierras. Les parecía tan justo y natural, y se sentían además tan legítimos dueños de esas tierras, que consideraron superfluo -tal vez hasta ofensivo- pedir al gobernante que les hacía justicia un documento que respaldara su acuerdo verbal. Al visitar el pueblo, el general Cárdenas había distribuído entre los campesinos de Anenecuilco y Villa Ayala las tierras de Zacuaco, El Sifón y La Taza. Los zapatistas tomaron posesión de las tierras; pero, como había que dar forma legal a la nueva situación, tuvieron que presentar una solicitud de ampliación de ejidos sobre la cual recayera una resolución presidencial. Ésta se firmó el 13 de mayo de 1936; por ella se concedían a Anenecuilco 244 hectáreas de riego, 232 de temporal y 3,629 de terreno cerril. Muchos de los que iniciaron la lucha al lado de Zapata tuvieron que esperar veinticinco años para que la Revolución les entregara su parcela. Noventa y tres cabezas de familia en Anenecuilco recibieron al fin sus tierras. La Revolución, si bien tardíamente, parecía haber hecho justicia al pueblo abanderado de la lucha agraria. Pero muy poco después, el 22 de junio de 1936, Villa Ayala presentó una solicitud de ampliación de ejidos. Al concedérsela -136 hectáreas de riego, 360 de temporal y 3,916 de cerril-, se afectaron tierras que Cárdenas había puesto verbalmente en poder de Anenecuilco. Éste protestó, solicitó del Presidente la ratificación oficial de su acuerdo, pero fué todo en vano. Como no había constancia escrita de la determinación presidencial de 1935, el 1º de mayo de 1938 las autoridades pusieron a los de Villa Ayala en posesión de sus tierras. Anenecuilco se negó a reconocer la legalidad del acuerdo presidencial. A los campesinos despojados se les ofreció que más tarde se les darían tierras en otro lugar, para compensarlos, pero últimamente se les hizo saber que deberían pagar la mitad del importe de esos terrenos. "Para recuperar una extensión como la que nos quitaron -comentó un campesino de Anenecuilco- tendríamos que pagar como un millón de pesos."

En la actualidad hay en Anenecuilco muchos campesinos de la vieja guardia zapatista que no alcanzaron parcela, como tampoco la tienen muchos de la nueva generación. Éstos viven miserablemente de las 40 "tareas" (4 hectáreas) paternas, o se ven obligados a emigrar como braceros. No está descartada la posibiIidad de un choque entre los dos pueblos. Anenecuilco se siente despojado por Villa Ayala, y los ayalenses, a su vez, apremiados por el angustioso problema de la falta de tierras, están dispuestos a defender a sangre y fuego lo que el gobierno les ha entregado.

La muerte de Chico Franco
Anenecuilco ha sostenido muchas batallas a lo largo del tiempo: batallas contra los conquistadores aztecas y contra los conquistadores españoles, batallas contra los encomenderos y las órdenes religiosas, contra los señores feudales del porfiriato y contra los políticos "revolucionarios" del México contemporáneo. El pueblo sufre estoicamente, pero no se rinde. Es extraordinario cómo ha sabido defender y conservar su unidad, su carácter, sus tradiciones y la conciencia de sus derechos centenarios. Su raíz indígena, demasiado honda en la tierra, lo hace inconmovible. Su esperanza de alcanzar algún día la justicia se apoya en siete siglos de lucha y sufrimiento.
Los viejos zapatistas de Anenecuilco, curtidos por la adversidad y la injusticia, hablan impávidos de sus luchas pasadas. Sólo se altera su voz cuando se refieren a la última de esas luchas: la que sostienen contra el hijo del caudillo. Visiblemente, de todas las pruebas por que han pasado, es ésta la más dura. Nicolás, el primogénito del jefe, los ha traicionado Muchas ilusiones se hacían los soldados de Emiliano cuando veían al pequeño Nicolás cabalgar por los cerros, al lado de su padre. Confiaban en que el hijo del caudillo recogería la bandera del padre cuando éste cayera en la lucha. Lo menos que podían esperar era que Nicolás, hecho hombre, fuese uno de los suyos; que estuviese con la causa de Anenecuilco y no en contra de ella.
Nicolás defraudó y traicionó a su pueblo. Tímidamente, como si temieran todavía ofender la memoria del padre, los de Anenecuilco refieren los desvíos de Nicolás. Se ha aliado con los peores enemigos del pueblo, con los que asesinaron a los suyos. ("Se obtiene más de los enemigos que de los amigos", se cuenta que dice.) Cuando ya tenía edad suficiente para decidir sobre su destino, eligió el camino opuesto al de su padre. Soto y Gama le atribuye esta expresión que lo retrata de cuerpo entero: "Mi padre fué un imbécil porque no hizo dinero, habiendo tenido tantas oportunidades de hacerlo." Esa expresión encierra toda la filosofía cle su vida. Nicolás se ha dedicado a hacer dinero sin que le importen los procedimientos. Se le calcula actualmente un capital no menor de un cuarto de millón. Posee tierras, ganado, cuatro casas en Cuautla; además, renta varias parcelas; refacciona a algunos campesinos y compra cosechas al tiempo. Jamás ayuda a nadie, ni a los parientes más cercanos.
Al morir el padre heredó, como único patrimonio, el apellido y una casa con un pequeño solar en Anenecuilco. Los habitantes de este pueblo no le perdonan el abandono en que tiene la casa donde nació el jefe. Para todos, aquellas ruinas son un santuario venerable; para Nicolás, un montón de adobes. En cambio, el apellido Zapata ha resultado una herencia valiosísima, sobre todo cuando descubrió que podía alquilarse a ciertos políticos durante las campañas electorales. Uno de ellos, Refugio Bustamante, le pagó haciéndolo presidente municipal de Cuautla en 1937. Después, en 1940, fué diputado local y más tarde diputado federal. Anenecuilco esperaba que Nicolás empleara su influencia y posición para ayudar al pueblo. La empleó, en efecto, pero para su propio beneficio.
Abusando de su influencia política, y sobre todo de su apellido, y aprovechando la tolerancia de Eleazar Roldán y Sebastián Luna, comisarios ejidales, se apoderó de las mejores tierras de Anenecuilco y de una gran extensión en Los Cuartos. Despojó a los dueños y, con ayuda de los ejidatarios, convirtió aquellas tierras de temporal en magníficas parcelas de riego. En Anenecuilco, donde la parcela tipo es de 40 "tareas", Nicolás posee más de 400. Recientemente, valido de su autoridad y del apoyo de las autoridades de Cuautla, despojó de su parcela a Germán Estrada y se apoderó de la casa destinada a almacenes, propiedad del pueblo, donde instaló un establo.
Jamás visita el pueblo de su padre. Hace poco los habitantes de Anenecuilco decidieron construir un puente sobre el río que lo divide en dos partes. La obra -quince mil pesos- tuvo que ser costeada por suscripción popular. Todos contribuyeron, menos Nicolás. El distanciamiento entre Anenecuilco y el hijo de Zapata se ha convertido en profunda hostilidad. Cuando Nicolás se apoderó de las tierras del pueblo, Chico Franco, depositario de la tradición y de los títulos de Anenecuilco, emprendió la lucha contra él. "Si Miliano viviera se conformaría con sus 40 tareas, como todos", razonaba Chico. La lucha se enconó. Chico Franco volvió a ser perseguido como cuando se opuso a la invasión de los generales. Una noche su casa fué asaltada por agentes policíacos de la ciudad de Cuautla. Trataron de entrar, asesinar a Franco y apoderarse de la documentación. Chico se defendió valientemente. Una de sus hijas desarmó a uno de los asaltantes. Éstos, derrotados, regresaron a Cuautla y a poco se presentaron las fuerzas federales. El hijo de Chico pudo escapar, pero el viejo, herido, fué rematado en Cañón de Lobos.
Todo Anenecuilco hace responsable a Nicolás de la muerte de Chico Franco, que se produjo, más o menos, por la misma fecha en que las autoridades agrarias fallaban en contra de Nicolás y le ordenaban devolver las tierras. Empero, hasta la fecha, los campesinos no han podido tomar posesión de ellas porque el nuevo cacique "cuenta con el apoyo de las autoridades, y el gobierno -dicen los de Anenecuilco- no da garantías al pueblo".
Así están ahora las cosas en el pueblo de Zapata. Por una dramática paradoja, el enemigo es hoy el hijo del jefe y amigo. Los viejos compañeros de Emiliano sonríen con amargura ante esta nueva jugada del destino.

Emiliano y su descendencia
En su libro, que no se puede dejar de citar al hablar de Zapata, Sotelo Inclán establece un curioso paralelismo entre Hidalgo y Madero y entre Morelos y Zapata. "Los dos primeros -dice- son los iniciadores de la rebelión y tienen como bandera un programa fundamentalmente político, que es el cambio de régimen; los dos segundos secundan el movimiento en el sur y levantan, junto al anterior, un programa de reivindicaciones agrarias." A ese paralelismo, el general Serafín Robles agrega un hecho: Morelos tuvo un hijo -Juan Nepomuceno- al cual hubiera mandado fusilar; Zapata tuvo otro -Nicolás- al cual colgaría si viviera. Ni Morelos ni Zapata vivieron para sufrir ese dolor. Cuando Zapata murió, Nicolás tenía trece años. De no haber quedado huérfano, tal vez otro habría sido su camino.
Nicolás fué el primero, pero no el único. Sin embargo, ninguno de los hijos de Zapata hace honor al padre; ninguno ha comprendido en toda su profundidad la grandeza de su progenitor ni la justicia de la causa que encarnó. Casi todos, con su conducta, han negado a su padre. Es verdad que no se les puede culpar a ellos, que quedaron abandonados, en la miseria, siendo aún unos niños. La culpa, en realidad, corresponde al gobierno de la Revolución, que debió recogerlos y educarlos. Muchos años después, cuando ya se habían formado (o deformado) solos, el régimen quiso reparar la injusticia otorgando pensiones simbólicas de 2 y 3 pesos diarios. Uno de los hijos, Mateo, no la empezó a recibir hasta 1948, cuando tenía 30 años de edad.

La vida amorosa de Zapata no es muy conocida. De él se conoce principalmente su aspecto heroico, sus hazañas de guerrillero, su militancia turbulenta de abanderado de la más noble causa revolucionaria, desde 1911 hasta 1919. La estatura del héroe se impuso sobre la del hombre; sin embargo, en Zapata el hombre era tan grande como el héroe. A esta verdad se llega en Anenecuilco después de charlar con las personas que lo conocieron. "Miliano era un hombre valiente, que no se sabía dejar de nadie; por eso, ya desde los tiempos de paz, anduvo de malas." Esa definición, que parece la estrofa de un corrido, retrata al hombre íntegro, al ranchero altivo, con un gran sentido de dignidad personal. "Andar de malas" en los tiempos de Don Porfirio significaba tener dificultades con los rurales o con los jefes políticos, lo cual se resolvía en una vida errante, por los cerros, o en el reclutamiento forzado.
Zapata, cuenta alguna de sus mujeres, era un muchacho simpático, alegre, bromista; cuando se tomaba sus copas, le daba por cantar. Era muy enamorado, y por eso tuvo muchos "contratiempos", según el delicado eufemismo con que su fiel asistente Policarpo Castro alude a las aventuras amorosas de su jefe.
Zapata tenía 32 años cuando se lanzó a la lucha armada. En el apogeo de su fuerza y en medio del torbellino de la Revolución, pudo haberse llevado por la fuerza -como hacían otros guerrilleros de la época- a las más hermosas muchachas de los pueblos conquistados. Sin embargo, nunca se dió el caso de que las jóvenes casaderas tuvieran que ir a refugiarse a las sacristías al escuchar el grito de "ai viene Zapata". Los numerosos "contratiempos" de Emiliano vinieron, no por donjuanismo, sino por plenitud de virilidad, en un medio rural donde todas las noches cálidas se antojan para "dejar a una madre llorando" (como dicen los rancheros al referirse al rapto de las muchachas), y cuando la apuesta figura de Zapata se hallaba idealizada por la leyenda.
¿Qué rancherita hubiera podido resistir al charro elegante, montado siempre en magníficos caballos, rodeado de una aureola de poesía y de leyenda? Para esas muchachas, Zapata no era un hombre simplemente, sino un sueño, una idea, una causa hecha hombre. Por eso, entre las mujeres que lo amaron no hubo jamás rivalidades ni celos egoístas. Las que fueron sus mujeres, al recordarlo, no tienen para él ningún reproche por sus infidelidades; ninguna se siente traicionada ni ofendida. Las que viven en la misma población se tratan cordialmente, hermanadas en el abandono y el recuerdo común. Se dió el caso, en verdad excepcional en el medio rural mexicano, de que el joven caudillo hiciera vida amorosa con tres hermanas a la vez, bajo el mismo techo y en medio de la mayor armonía.
Sus mujeres amaban en él al hombre, sin duda, pero principalmente al héroe y lo que éste representaba. Por su parte, Zapata nunca tuvo favoritas. A todas guardó las mismas consideraciones. En medio de la lucha y el caos, nunca se olvidó de mandar "el gasto" a sus mujeres, estuviesen donde estuviesen. Uno de los hombres de sus confianzas tenía el encargo de velar por que nunca les faltase nada, por que nunca les pasase nada.
La versatilidad amorosa de Zapata se parecía a la de esos patriarcas de la antigüedad, procreadores de pueblos. Para Emiliano, el culto a la mujer era una prolongación del amor a su pueblo, del amor a la tierra. Había algo de telúrico en ese empeño fecundador del caudillo; para él, amar no era un devaneo sentimental, sino un proceso vital como el que debe desarrollarse en el árbol que hunde sus raíces en la tierra en busca de la savia que ha de hacer brotar nuevas ramas.

No se sabe con exactitud cuántas ramas brotaron de ese tronco. Hasta hoy se tiene conocimiento de siete hijos de Zapata; pero es posible que haya otros muchos perdidos y olvidados en los pueblos y rancherías del sur. Viven en la actualidad: Nicolás, Mateo, Diego, Ana María y Eugenio. Murieron, ya grandes, María Elena y María Luisa. Todos ellos son hijos naturales. Zapata sólo se casó una vez, con la señora Josefa Espejo, en 1911, en Villa Ayala. Fueron padrinos de la boda don Francisco I. Madero y su esposa doña Sara P. de Madero. De esa unión no hubo descendencia. La señora vive aún, pensionada por él gobierno.

Nicolás, hijo de Inés Aguilar, nació en 1906. Zapata confió a su hermana, María de Jesús, el cuidado del niño. Desde muy chico acompañó al guerrillero en sus correrías por los cerros. En una ocasión Nicolás fué aprehendido por los federales, en Cerro Prieto, y conducido a Tepaltzingo, de donde se fugó con la ayuda de Policarpo Castro. Siempre al cuidado de su tía Chucha, anduvo de pueblo en pueblo según los azares de la guerra. La mayor parte de su infancia la pasó en las montañas. "Se crió en el cerro, como un venado", según dice Policarpo.
Tal vez por eso es tan huraño y arisco. El ambiente de guerra, la zozobra, el sobresalto y el peligro constantes en que transcurrió su infancia, dejaron en él su huella, y la atmósfera de violencia y crueldad en que se desarrollaron sus primeros años, lo hicieron duro y desconfiado. Sólo confía en la fuerza, en el poder y en el dinero. Nunca podrá entender el ejemplo de su padre, entregado en cuerpo y alma a un ideal. En Nicolás, la Revolución trató de saldar su cuenta con Emiliano. Se le pensionó con 160 pesos mensuales para que estudiara. Después de cursar los primeros estudios fué enviado a Chapingo, pero se fugó y regresó a Anenecuilco. Allí se encontró con que el pie de cría que a costa de grandes sacrificios le había formado su tía Chucha con dos vacas, La Fortuna y La Paloma, constituía ya un lote de cerca de 200 cabezas de ganado. Las reclamó desoyendo las súplicas de su tía y los consejos del gobernador de Morelos, que sugería dividir el lote entre doña Chucha y Nicolás.
A los 24 años de edad -tiene ahora 46- casó con Venancia Sandoval, con quien ha tenido ocho hijos; el mayor se llama Emiliano, y éste es el único homenaje que Nicolás ha hecho a su padre. En una época se entregó al alcohol; pero lo abandonó definitivamente a consecuencia de una grave enfermedad. Su carácter huraño se acentúa con el tiempo. Rehuye hablar de su padre y de lo que éste representó. Tal vez nunca pudo entender que el ser hijo de Zapata suponía alguna responsabilidad; él prefirió vender su primogenitura -al PRI- por un plato de lentejas. Ahora ha sido nombrado suplente de un senador por el estado de Morelos.
Sus dificultades en Anenecuilco lo han vuelto más huraño y reconcentrado. Habla de que "le quieren quitar sus tierras", como si se fuese a cometer con él terrible ingratitud. Otros atribuyen su retraimiento al temor a tropezar algún día con el hijo de Chico Franco. Su situación económica contrasta violentamente con la que guardan sus hermanos. Cuando se les pregunta a éstos por Nicolás, comentan sin amargura y sin ironía: "Nunca nos ha ayudado, pero en el fondo es buena gente."

Mateo, hijo de Ma. de Jesús Pérez, de Temilpa, nació en 1918. Según las personas que conocieron de cerca a Emiliano, es el hijo que más se le parece. En efecto, a juzgar por los retratos de Zapata, Mateo podía ser su doble exacto. En sus primeros años fué ayudado por los gobiernos locales para que estudiara en Cuernavaca. Cursó la primaria y un año de secundaria. Después, siendo Secretario de Gobernación Miguel Alemán, se le ofreció una pensión para que estudiase en Chapingo. Luego se le dijo que no sería posible, pero que iría a estudiar a la escuela de agricultura de Ciudad Juárez. Esa promesa tampoco le fué cumplida y, decepcionado, regresó a Cuautla, solicitó su parcela, que allí es de dos hectáreas y media, y se casó con Juana Luna. A los 34 años de edad tiene seis hijos: Enriqueta, Sergio, Agustín, Margarita, Lucrecia e Imelda. En 1948 obtuvo una pensión de 5 pesos diarios.

Mateo vive en la mayor pobreza. Su parcela le produce apenas unos $ 4,000 al año, es decir, $ 300 mensuales, con los cuales viven sus seis hijos, su mujer, su madre y su abuela. Tal vez esa situación lo arrojó al campo de la oposición. En 1950 se presentó como candidato a diputado por el distrito de Cuautla, postulado por el Partido Acción Nacional, que usó su nombre, demagógicamente, para atacar a la Revolución. En las siguientes elecciones Mateo fué candidato del PRI, que quiso demostrar que Zapata sigue siendo bandera de ese partido. Sin embargo, no se le dió la credencial de diputado. Ahora Mateo "ayuda" en todas las campañas políticas oficiales.

Hace algunos años (en 1940) se le subió el apellido a la cabeza e inició una campaña contra los nuevos terratenientes; como dentro del ejido de Cuautla hay muchos que poseen hasta 100 "tareas", intentó que se hiciera una nivelación con los que sólo poseen 25. Sin embargo, la parcela tipo en Cuautla sigue siendo de dos hectáreas y media. "Algún día -dice Mateo- reanudaremos la lucha, y cuando llegue ese momento demostraré que soy, además de un Zapata, un zapatista".

Ana María, hija de Petra P. Torres, nació en Cuautla el 22 de junio de 1914. A la muerte de Zapata, su madre tuvo que refugiarse en la casa de su cuñado, en Chetla. Después logró una pequeña pensión de 3 pesos diarios para su hija, y ambas pudieron establecerse en Cuautla. En 1935, Anita fué presentada al presidente Cárdenas, quien le sugirió organizase una Unión de Mujeres Revolucionarias que tuviera como primera finalidad velar por las viudas, hijas o hermanas de los revolucionarios muertos en la lucha. Anita se entregó a esa tarea, y, con el apoyo del gobierno, logró hacer de la Unión un organismo muy poderoso. En su nómina había más de ocho mil nombres de mujeres, no sólo de Morelos, sino de otros Estados circunvecinos, como Oaxaca, Puebla, Guerrero e Hidalgo. La organización obtuvo muchas pensiones para las mujeres de los caídos en la Revolución. Luego, la Unión de Mujeres Revolucionarias derivó hacia las actividades político-electorales, y sostuvo la candidatura presidencial del general Juan Andrew Almazán. En 1943, Ana María casó con el telegrafista José Manrique, con quien ha tenido cuatro hijos: Víctor Manuel, Ofelia, María del Carmen y Julieta. Al casarse, le retiraron su pensión; pero el presidente Alemán le ofreció una parcela, que todavía no le han entregado. Anita es pequeña, inteligente, enérgica y audaz. Heredó, como casi todos los hijos de Zapata -y como muchos de sus nietos- sus ojos graves y profundos. Le interesa mucho la política. Sólo espera que se conceda a la mujer el pleno uso de sus derechos civiles para disputarle a cualquiera, en Cuautla, una curul en la Cámara de Diputados. "Lástima que no fuí hombre -dice-; si no, llevaría muy adelante la bandera de mi padre."

Diego, hijo de Da. Jorge (!) Piñeiro, nació en Tlaltizapán en 1916. Al morir la madre, el gobierno de Morelos concedió una pensión a Diego para estudiar la carrera de ingeniero en la facultad nacional. Por haber estado la mayor parte de su vida en el medio capitalino, es probablemente uno de los hijos de Zapata menos identificado con los ideales de su padre. La causa del campesino le es del todo extraña e indiferente.

Eugenio. Hasta hace unos cuantos meses nadie tenía conocimiento de la existencia de este nuevo vástago de Emiliano. Hace poco se presentó en las oficinas del Frente Zapatista, ante el general Serafín Robles, un joven que dijo ser hijo de Zapata, originario de Tlapehuala, Gro. El general Robles, que vivió muy cerca de Zapata y conocía por lo mismo su vida íntima, no tenía conocimiento de la existencia de un hijo del general en aquel Estado. Sin embargo, el parecido extraordinario con el caudillo parece eliminar la posibilidad de una suplantación. Eugenio Zapata es un auténtico campesino y, por lo que habló con Robles, se adivinan en él algunas de las virtudes de su padre, que no se manifestaron o que se frustraron en los otros descendientes.
María Elena fué, como Nicolás, hija de Inés Aguilar. Nació en Tlaltizapán, se crió con la madre y casó con un vecino de Tepoztlán. Del matrimonio nacieron dos hijas que quedaron huérfanas en 1931. Desde entonces residen en la ciudad de México, desconectadas de los parientes.

María Luisa, hija de Gregoria Zúñiga, nació en Quilamula. Casó en 1934 y un año más tarde murió sin dejar hijos.

Tales son los descendientes conocidos de Zapata; pero es posible que existan otros, como también que surjan impostores. La virilidad del jefe suriano se desbordó por Ios pueblos y rancherías, y, así, su mirada inconfundible se prolongó a través de las generaciones. Zapata vive en los ojos de sus descendientes; es como si, a través de ellos, quisiera asomarse a la vida y al mundo. Por cierto que más le valdría no hacerlo. El ideal por el que dió la vida es sólo bandera demagógica agitada por políticos sin principios. Sus descendientes, a falta de otro patrimonio más tangible, usufructúan el apellido glorioso, alquilándolo al mejor postor en las campañas electorales. Anenecuilco, su pueblo, continúa igual, tratando de reivindicar una herencia centenaria, luchando con los acaparadores de tierras, lo mismo que hace siglos. Sólo que hoy el cacique, el expoliador y despojador de campesinos, es su propio hijo, su querido Nicolás.


La vuelta de Zapata
"Los hijos de Zapata son un desastre -me dijo alguien antes de hacer este reportaje-; por respeto a su memoria vale más no ocuparse de ellos." Pero yo no creo en el olvido piadoso. Ni creo que se empequeñezca la figura de Zapata o se empañe su gloria al hablar de sus hijos. Al contrario, gracias al contraste, su personalidad adquiere mayor estatura. A nadie se le ha ocurrido que convendría callar lo de Juan Nepomuceno para no disminuir la importancia histórica de Morelos.

A pesar de los desengaños sufridos, de los reiterados fracasos y de las traiciones, o tal vez a causa de ello, se advierte en Anenecuilco un renacimiento del ideal zapatista. Hace tiempo se lanzó la idea de crear un museo de la revolución agraria en la casa de Zapata. Hoy, los vecinos del pueblo están considerando la posibilidad de ser ellos los realizadores de la idea. Ese interés revela un avivamiento de la llama zapatista, que parecía extinguida. En ningún lugar mejor podría instalarse ese museo, en el que habrán de reunirse todos los objetos, documentos históricos, gráficas, etc., relacionados con el movimiento zapatista que hoy se hallan dispersos en distintos museos o en poder de familiares o amigos del caudillo.

El zapatismo y Zapata no son artículos de museo, cosas definitivamente pasadas a la historia. Cualquiera que visite aquella región podrá observar o sentir que el zapatismo no ha muerto, que, por el contrario, se opera un renacimiento del ideal del sur. Se piensa en un museo zapatista, no para "liquidar" a Zapata como bandera política, sino precisamente como reacción contra esos intentos. Un museo dedicado a la revolución agraria, instalado en Anenecuilco y no en otro lugar, no sería tumba, sino centro de irradiación. Ese proceso se advierte en las frecuentes visitas de turistas nacionales y extranjeros al pueblo y a la casa de Emiliano. Numerosos norteamericanos han estado últimamente en Anenecuilco ofreciendo buenas sumas en dólares a los familiares del caudillo por algunos objetos de Zapata.
A pesar de la miseria en que viven esos campesinos, jamás han accedido a vender nada. Lo conservan celosamente, pero lo cederían gustosos al museo siempre que se instalara allí mismo, donde ellos pudieran hacer guardia permanente. Con su maravilloso instinto han comprendido que llevar esos objetos a un museo de la capital de la República equivaldría a convertir la bandera zapatista en un trasto viejo, en una empolvada reliquia histórica.
Y para aquellas gentes, el zapatismo no es una bandera de ayer, ni siquiera de hoy; es la bandera de mañana. Y siguien esperando el regreso de Zapata.
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"ZAPATA: SU PUEBLO Y SUS HIJOS"
Por Mario Gill
Revista HISTORIA MEXICANA, Número 6,
Octubre - Diciembre 1952, El Colegio de México,
Sección "El Gran Reportaje Histórico",
México, pp. 294-312.

http://www.bibliotecas.tv/zapata/mariogill/mariogill.html

En enero del 2007 murió el hijo menor, Mateo Emiliano Zapata Pérez, a los 89 años. tenía dos años cuando su padre fue asesinado.
Era productor de verdolagas y poseía 15 mil metros cuadrados de tierra agrícola. De los descendientes directos del general revolucionario sobreviven sus hijos Anita y Diego Zapata, quienes también viven en Cuautla.